escapo. cierro y pongo el libro a un lado. busco una referencia que realmente no necesito saber (ahora nadie nos conformamos con mantenernos sin poseer ese y tantos otros datos). la wikipedia arde, como arden mis ojos en el incendio de mi atención. me pierdo. visito páginas de escritoras del panorama actual: escritoras despreocupadas o lo justamente preocupadas para posar (sin posar) en su última presentación. amigas, todas ellas son amigas. todas ellas viven del aire (o de la renta pero de las ventas de sus libros seguro que no). eruditas todas, que con disimulada flema, elaboran críticas afiladas en promocionales entrevistas para dar pompa a ese nombre que brilla (también falsamente despreocupado) sobre los lomos de un nuevo libro: su libro. ¡calma!, que nadie se dé por aludida, no hablo de ninguna en particular, son todas en general. JAJAJAJA. (inspiro) lo confieso: quien habla aquí es la envidia y, por fin, me alegra no tener que disfrazarla de (también pomposa) crítica cultural.
(suelto)
desde que pude tomar conciencia de mí como ser individual padezco de furibundos ataques de envidia. sí, soy obscenamente envidiosa, tanto que utilizo este vil sentimiento tanto para torturarme como para motivarme. que, ¿cómo hago esto? sencillo, conociendo bien la medida. podría decirse que soy una experta en administrarme la dosis justa de este (inútil) veneno. aunque, como todas las intoxicaciones voluntarias, el cuerpo siempre pide más porque, ya se sabe, en seguida este se adapta (maldita condena humana esta de la adaptación).
afirma Javier Peña que los escritores han padecido siempre de envidia. en su libro Tinta invisible comenta el caso entre Dostoyevski y Tolstói:
Tolstói y Dostoyevski son reconocidos como los dos mayores genios de la literatura rusa. El autor de Guerra y paz era solo siete años menor que el de Crimen y castigo; eran contemporáneos y, sin embargo, nunca se conocieron. No fue fruto de la casualidad, no se conocieron porque evitaron hacerlo.
[…]
Como si quisiera hacer una última comprobación, poco antes de morir Tolstói intentó leer Los hermanos Karamazov, una novela que había dejado a medias treinta años atrás. Cómo era posible que lo hubieran comparado con aquel hombre, pensó tras la relectura, ¡a él!, ¡al autor de Guerra y paz! Solo un escritor podría pedir en sus últimos días el libro de su gran rival y morir feliz poniéndolo a parir.
honestamente, saber esto me calma de alguna (torpe) manera. quizás lo que me haga nombrarme escritora no sean los libros publicados o la insaciable sed de convertir todo en una historia sino esta adicción por la mirada predadora y la úlcera palpitante. en la cochina envidia y la autoestima quejumbrosa me reconozco una gran (grandísima, si no la más grande de todas) escritora.
confesaba ya por aquí que lo primero que hago cuando ojeo un libro que me cautiva es ver la fecha de nacimiento de su autora. en cuanto esta es igual o superior a 1983 lo cierro con estupor (y temblores). el libro y su autora dejan de existir. me tapo los ojos como la niña que fui esperando así no ser vista. espero, con este gesto tan pueril como entrañable, hacer desaparecer la incómoda y punzante realidad. que ¿cuál es? que ella pudo y yo no. hace (varios) años esto sucedía en contadas ocasiones; actualmente el suplicio es tan continuo que acabo por reírme. estoy madurando (mentira, en realidad estoy haciendo callo).
recién nacido K. una editora de la casa del pingüino me propuso escribir sobre mi maternidad. lo rechacé con esmerada educación (en realidad me enfadaba profundamente que me ofreciesen proyectos ligados a mi experiencia corporal; sentía que estaba siendo encasillada. "si ya había escrito Diario de un cuerpo (menstrual), ahora podría hacer Diario de un cuerpo (maternal)” joder, qué grima). eso sí, propuse escribir un libro sobre lo que realmente me inquietaba (esta es una de las limitaciones que he acabado teniendo que aceptar: solo puedo escribir sobre lo que me persigue para acabar conmigo) y en ese momento era (redoble de tambores): la envidia. la editora se ilusionó y me pidió la estructura, primeras ideas y cualquier cosa que pudiera darle un cuerpo lo suficientemente definido para presentarlo ante la junta (de los señores). se llamaría Verde, sería un ensayo sobre la envidia en las mujeres. partiendo de mi padecimiento y vergüenza quería acercarme a la otra para (intentar) destruir el maleficio que nos jode (la vida) a tantas. hablé con amigas (artistas la mayoría) y compilé confesiones tan hermosas como monstruosas. me emocioné, sentía que volvía a mí tras el posparto y una pandemia mundial (no pregunten nunca a una recién parida de la época qué fue más duro) y... sucedió lo que sucede (muy) a menudo: no pasó la criba. se trataba de "una propuesta que no encajaba en el mercado actual de los feminismos que interesaban al sector".
estos días una de esas amigas (por las que, no pocas veces, siento envidia) me recordaba ese proyecto. "en realidad se acerca mucho al del éxito que empiezas ahora, ¿no?" observaba en uno de nuestros interminables audios de WhatsApp. me emocionó saber que se acordaba. seguía vivo, al menos en la memoria de alguien a quien admiro. (confieso que no lo he borrado, que sigue latiendo flojito en esa preciosa maraña de embriones literarios que, dudo, verán algún día la luz).
tengo varias relaciones de cuidados con escritoras. todas ellas son más jóvenes que yo. todas ellas publican una media de un libro cada 2-3 años. todas ellas están respaldadas por las principales editoriales del país. casi todas cuentan con merecidos premios literarios. y todas, absolutamente todas, escriben con una precisión y ritmo que me estremecen. a todas ellas las envidio. (y no, que nadie se engañe, la "envidia buena" no existe nada más que como un maquillaje chapucero de la moral). a todas ellas las envidio (repito) y... avanzo, no me quedo ahí. aturdida, tras deglutir el bilioso veneno, me abro al siguiente sentimiento: el orgullo. con lo asquerosamente difícil que es ser mujer escritora en este mundo, ellas se atreven a nombrar este desde esos cuerpos insignificantes (y molestos) para el sistema. una vez pasado el trago, cojo aire, me repito eso de "si triunfa una, triunfamos todas", agarro el móvil, abro el (odioso) WhatsApp y escribo:
aceptémoslo: la envidia tiene género (y beneficia a los de siempre). no, no somos envidiosas por naturaleza (¡referencias bíblicas a mí!). la realidad es que aún impera la ley de que solo puede haber Una. en el mercado, en la calle, en las estanterías, en las listas, en las ferias, en las entrevistas, solo puede entrar Una. sí, vale, ahora hay dos, tres, cuatro y puede que cinco pero no más. además, estas son siempre las mismas y por mucho que algunas se esfuercen por hacer hueco a las demás: business is business. y, admitámoslo: no ser tú (una de las Elegidas) escuece. el otro día le explicaba a mi mejor amigo que hay artistas a las que no me paro a escuchar/leer/ver porque me supone un esfuerzo dislocarme, salir de la primera impresión que me obliga a compararme y morir, para después prestar la atención cuidada que merece. el primer acercamiento a la obra de una mujer nunca es inocente, jamás puro; para mí, siempre está manchado por la viscosidad de la envidia. y me da igual que ella sea música y yo no sepa ni tocar el cumpleaños feliz con la pálida flauta Hohner. sea quien sea, haga lo que haga, si es mujer: me mido. en esta comparación pierdo el 99,9% de las ocasiones con lo que, si estoy muy agotada (que es lo habitual), lo evito. eso no supone que solo lea a señores o escuche al Boss en bucle (hace siglos que no leo a un escritor), pero sí que, si ella me impresiona demasiado, elija posponerla. y es así cómo me pierdo los discos de St. Vincent o los libros de Sabina Urraca (que algo mejor debo de estar de lo mío ahora que llevo en mi mochila Escribir antes).
Bárbara. Excelente texto sobre esa piscina verde en la que todos nadamos aunque no queramos. Todas mis felicitaciones a tu despelleje personal.